SALVADOR, Brasil—Aunque los informes indican que la migración de refugiados venezolanos a Brasil y Colombia ha bajado desde la primera mitad del 2019, los trabajadores de asistencia humanitaria en las comunidades de frontera aseguran que el flujo de gente no ha disminuido de manera apreciable.
“Aproximadamente 500 venezolanos cruzan la frontera diariamente”, dijo Heli Mansur, que supervisa seis albergues en el estado de Roraima al norte de Brasil para AVSI, una agencia de ayuda y desarrollo internacional.
“Los (refugiados) más fuertes llegaron primero, en 2018, y al principio del año. Ahora estamos viendo cruzar a venezolanos más desesperados y vulnerables, con poco dinero y una salud débil”, dijo Mansur.
AVSI Brasil, parte de la Fundación AVSI basada en Italia, y organizaciones ligadas a la Iglesia Católica, facilitan la vida a quienes cruzan la frontera proveyendo albergue, comida, y mantas.
Desde julio del 2018, AVSI y UNCHR, la agencia para refugiados de las Naciones Unidas, han trabajado en las ciudades fronterizas de Pacaraima y Boa Vista, la capital del estado de Roraima.
Lucas Matos es uno de docenas de empleados de AVSI enviados a la región.
Nacido en Guarujá, cerca de Sao Paulo, Matos ha estado en Roraima durante los últimos 18 meses ayudando a los venezolanos. Aunque sus estudios universitarios se especializaron en ciencias exactas, Matos dice que empezó a ser voluntario en organizaciones no gubernamentales, como la Cruz Roja mientras trabajaba en la industria marítima en Manaus, Amazonas, y sintió una llamada al trabajo social y a ayudar a otros.
“Me trasladé a Roraima la semana después de mi boda”, dijo en una entrevista telefónica con Catholic News Service.
Después de dos años solo en la región de la Amazonía, Tamara, su esposa, se unió a él. Hoy día ambos trabajan para AVSI, pero en distintos albergues de Boa Vista.
Matos está a cargo del albergue Rondón 1, que alberga a algunos de los refugiados más vulnerables: quienes llevan consigo a niños.
“La mayor parte del tiempo es la madre, pero a veces tenemos un tío o tía, o incluso una abuela que cruza la frontera con varios menores. Si tenemos espacio, aquí es donde se quedan”, dijo.
El albergue puede acoger a 800 personas y siempre está lleno.
“Es difícil salir de estos albergues. Estas familias a menudo llegan por separado y no quieren relocalizarse en lugares lejanos antes de poder reunificarse”.
Matos dijo que hace seis meses, los refugiados, por lo general, permanecían en el albergue unos tres meses y medio, pero que esa estancia se ha extendido a entre cuatro y cinco meses.
Para quienes no son lo suficientemente afortunados de llegar a un albergue, la solución es dormir en los bancos de los parques o en portales.
“Al atardecer, aproximadamente 1,000 personas se concentran en la estación de autobuses donde las fuerzas armadas (brasileñas) levantan carpas temporales para que duerman estas personas, o estarían durmiendo en las calles”, dijo Matos.
Las imágenes de los niños que pasan por el albergue se le quedan grabadas a Matos por mucho tiempo.
En particular perdura el recuerdo de un niñito, Keiniel Ramos, de 7 años, que cruzó la frontera con su madre y dos hermanos al principio de este año.
“Él era mi sombra. Dondequiera que fuera, él me seguía. Después de un tiempo, yo le dejaba llevar mis notas al hacer rondas”, dijo Matos.
“Un día le enseñé a hacer y volar una cometa de papel. Pronto le estaba enseñando a otros niños a hacer cometas”, recordó Matos.
La mamá de Ramos dio a luz a otro niño mientras estaba en el albergue. Por razones de seguridad, se trasladó a la familia a otro albergue. Pronto, dijo Matos, serán reubicados en otra ciudad brasileña. “Aunque ya no está viviendo aquí, viene casi todos los días a decir ‘hola'”, dijo Matos sobre el niño.
Otra refugiada a quien Matos dijo que siempre recordaría, es una mujer anciana que cruzó la frontera con su esposo enfermo.
“El esposo necesitaba tratamiento médico así que cruzaron la frontera y se quedaron en el albergue. Llegaron sin nada; sin documentos… con muy pocas pertenencias personales”, dijo.
“Cuando falleció el esposo, esta ancianita, que tiene más o menos la edad de mi mamá, se quedó sin nada más que un documento que dice dónde está enterrado su esposo en Boa Vista. Eso es todo lo que tiene … un pedazo de papel que le dice dónde enterraron a su esposo de 25 años”, musitó.
Según Matos, la anciana no tiene familia, ni a dónde ir. “Trataremos de mantenerla aquí tanto tiempo como sea posible. ¿Qué otra cosa podríamos hacer”.
Al trabajar tan íntimamente con los refugiados, el personal crea vínculos con muchos de los venezolanos.
“Tratamos de hacer nuestro trabajo con un mínimo de apego y compromiso emocional, pero le puedo decir por experiencia que es casi imposible hacer eso con algunas de las personas aquí. Naturalmente nos apegamos y cuando se van, sentimos que estamos perdiendo un amigo”, dijo Matos.
“Es un trabajo con mucha tensión. Te pasa factura. No sé si yo podría haberlo hecho si mi esposa no estuviera conmigo aquí en Roraima. Conozco a muchos miembros del personal que trabajan por un año, o un año y medio y luego piden un traslado … para regresar con sus familias y hogares. No los culpo”, dijo.
“El personal necesita tener un nivel muy alto de inteligencia emocional para hacer este trabajo. No puedes estar en Roraima por dinero”, dijo María Laura Cassiano, la gerente de programas de refugiados de AVSI.
“Esto es muy difícil. No es un trabajo de lunes a viernes de 9 a 5. Estás de guardia 24 horas al día, siete días a la semana”, asintió Mansur.
Cassiano dijo que los albergues son una solución temporal, un alivio de urgencia a corto plazo. Afirmó que no son sostenibles para un largo plazo de tiempo.
“Miro a los rostros de estas personas (refugiados) y veo aguante”, dijo. “¿Qué les ocurre a estas personas cuando el resto del mundo los olvide? Necesitamos un plan para cuando se acabe la emergencia”.
Por Lise Alves