CUCUTÁ, Colombia—Todos los días de la semana, antes de acudir al trabajo, Angélica Tesorero lleva a sus hijos pequeños a un centro de cuidado para niños que dirige la diócesis de Cucutá.
Abraza a los dos hermanitos, les da un beso en la mejilla y se los entrega a un pequeño equipo de voluntarios, que cuidarán de ellos hasta el final de la tarde.
“Esto ayuda muchísimo”, dijo Tesorero, una migrante venezolana que llegó a Colombia en diciembre y todavía no tiene permiso de trabajo. Apenas saca algo para sobrevivir vendiendo pienso de paloma y café en una plaza pública muy concurrida.
“Si me llevo a los niños conmigo al trabajo, me podría meter en problemas con la policía”, le dijo a Catholic News Service. “Así que es bueno dejarlos ahí, donde los tratan bien y además les dan desayuno y almuerzo”.
La guardería Niña María es uno de los muchos proyectos de la diócesis de Cucutá para ayudar a los migrantes venezolanos que están saliendo de su país escapando de la pobreza, la violencia, y un gobierno cada vez más autoritario.
Una pequeña delegación de la Conferencia de Obispos Católicos de Estados Unidos (USCCB) visitó recientemente la guardería y varios proyectos más en la frontera entre Colombia y Venezuela para evaluar la situación de migrantes y refugiados y buscar modos de ayudar a agencias de caridades católicas que trabajan con este grupo vulnerable.
El obispo Octavio Cisneros, auxiliar de Brooklyn, Nueva York, que dirigió la delegación de USCCB a Cucutá, felicitó a los trabajadores de la guardería por lo que han logrado hasta el momento.
“Hace mucho tiempo, yo fui uno de esos niños”, dijo el obispo Cisneros, que es nativo de Cuba y fue criado en un orfanato en Michigan cuando sus padres lo enviaron a Estados Unidos siendo niño. “Ustedes están proporcionando un servicio muy valioso”.
El padre Leo Pérez, director de la Colecta para la Iglesia en América Latina de USCCB dijo que la frontera está “pasando por una crisis humanitaria”.
“Las personas aquí necesitan cuidados médicos, alimentos, transporte y todo tipo de apoyo humano”, dijo.
Durante su estancia en Cucutá, la delegación de Estados Unidos visitó un albergue que acoge a migrantes vulnerables que llegan a Colombia sin dinero, así como una despensa de alimentos que da de comer a 6,000 diariamente. La despensa recibió un fondo de $50,000 del USCCB en 2018.
El equipo dijo que estaba buscando modos de apoyar más proyectos que puedan tener un impacto positivo en las vidas de estos migrantes y refugiados y aliviar algo de su sufrimiento.
“Esperamos poder alcanzar a más en esta región”, dijo el padre Pérez. “Y también en Venezuela. Pudimos establecer algunos contactos estupendos con obispos venezolanos, que nos enviarán ideas sobre áreas en las que podemos ayudar”.
Las Naciones Unidas dice que más de 4.5 millones de personas han salido de Venezuela desde 2015, buscando refugio de una economía en ruinas, violencia y represión política.
Para muchos migrantes y refugiados, la primera parada es la ciudad colombiana de Cucutá, situada a unas cuantas millas de la frontera.
En esta vibrante ciudad, algunos empresarios oportunistas les ofrecen a mujeres venezolanas desesperadas $15 por su cabello, para poder hacer pelucas que venden con altas ganancias. En los distritos comerciales, los migrantes trabajan en restaurantes y en la construcción, a veces ganando la mitad del salario mínimo legal. Otros mendigan dinero cerca de semáforos, o recurren a trabajo sexual para lograr algunos pesos para poder enviar a sus parientes en Venezuela que tienen necesidad de efectivo.
Para responder a esta compleja situación, la Iglesia Católica está tratando de expandir proyectos como un albergue que proporciona vivienda a familias que llegan a Colombia con niños pequeños y sin ningún dinero extra.
Otros proyectos eclesiales en Cucutá se enfocan en la formación de migrantes en habilidades que les puedan ayudar a conseguir trabajo. En la Casa Luis Variara, un complejo para eventos perteneciente a la diócesis, mujeres colombianas y venezolanas aprenden a coser y diseñar ropa.
“Tengo 46 años y es difícil que alguna compañía me contrate a causa de mi edad”, dijo Tea Escobar, antigua empleada del gobierno venezolano cuya familia lucha por salir adelante. Estaba aprendiendo a usar una máquina de coser. “Mi esperanza es poder empezar un taller, lograr clientes y convertirlo en un negocio”.
Kimberley Pacheco, de 26 años, dijo que sus ingresos se habían duplicado desde que empezó a llevar a sus tres niños a la guardería Niña María. Pacheco vende dulces en las calles y estaba trabajando solamente un par de horas al día porque no tenía un lugar donde dejar a sus hijos de 7, 5 y 2 años.
“Algunos vecinos me los cuidarían, yo iría a la calle, sacaría algún dinero para pagar la renta y volvería a casa inmediatamente”, dijo la migrante venezolana. “Ahora puedo trabajar todo el día y ahorrar más dinero”.
La guardería, que cuida de 220 niños diariamente está ayudando a migrantes que no han podido inscribir a sus hijos en escuelas o en guarderías del estado porque no tienen los documentos adecuados, dijo el padre Elver Rojas, su director.
El padre Rojas dijo que se ha corrido la voz sobre la guardería rápidamente y que ha tenido que negar a algunos padres a causa de la demanda de servicios, que son gratuitos.
Le gustaría expandir la guardería para poder servir al doble de niños, y también contratar a personal a tiempo completo que sean especialistas en psicología y educación infantil. Pero necesita más fondos para ello. En la actualidad la guardería está operada por un equipo de tres personas, así como un grupo de unos ocho voluntarios que vienen diariamente a cocinar y cuidar a los niños.
“Los voluntarios son una bendición de Dios”, dijo el padre Rojas. “Pero si queremos expandir el servicio, también necesitamos fondos para la electricidad, el gas y el agua. Es un desafío cocinar para tantos niños”.
Por Manuel Rueda